Si hizo calor, no lo notaron. Si hizo frío, tampoco. No oyeron el zumbido del motor de la mini nevera al ponerse en marcha, la música que sonaba al otro lado del pasillo, los reproches airados que se lanzaban la pareja de la habitación contigua ni el ruido, casi insoportable, del tráfico en la autopista cercana. No sintieron el olor acre que salía de las cañerías del lavabo ni el aceitoso que, por los conductos del aire acondicionado, llegaba desde la hamburguesería de la planta baja. No vieron los pedazos de papel que colgaban de las paredes, las manchas de humedad del techo ni las grietas del espejo sobre la cómoda. No se dieron cuenta de lo ásperas que eran las sábanas ni que en la moqueta se acumulaba el polvo de días o, quizá, semanas. No oyeron, no vieron, no olieron, no sintieron ni saborearon nada que no fuera el tacto de sus pieles, los susurros de sus voces en el oído, el olor de todos sus rincones, el brillo de sus ojos, el sabor de sus bocas.
Se olvidaron del tiempo y se perdieron uno dentro del otro, una vez y otra y otra y otra más, y no parecía suficiente, porque acumulaban hambre y sed de meses. Sentían que no les alcanzaban las manos para tocarse, las bocas para besarse, los ojos para mirarse, el tiempo para amarse como necesitaban hacerlo, porque se acercaba la hora y lo sabían. Podían sentir cada segundo que resbalaba por la manecilla del reloj y el corazón se les iba en aprovecharlos todos, hasta el último, hasta que no pudieran más, hasta que llegara el inevitable final.
Se juraron amor eterno, sabiendo que la eternidad podía durar una vida entera, diez años, tres meses o doce horas. Se dijeron todas las palabras, se cantaron todas las canciones, se mintieron una y otra vez mientras la tarde se convertía en noche y la noche se volvía día. Y con las primeras luces, se rompió la magia y se obligaron a despertar del sueño.
Se miraron a los ojos de verdad y, por primera vez, se vieron como realmente eran. Alma, con el pelo revuelto, el maquillaje corrido y la sonrisa triste, no era la jovencita alegre y cariñosa que Mike había inventado, la tarde anterior, en la penumbra gris del bar. Mike no aparentaba ni la mitad de los años que aseguraba tener, lucía restos de acné en la frente e inocencia en la mirada. Ella, un alma vieja y cansada. Él, un niño que apenas empezaba a volar y ya sentía el vértigo de la muerte aferrado a sus entrañas. Se buscaron a conciencia y sólo encontraron dos extraños que la soledad había unido por unas horas y consiguieron fingir una sonrisa de salir de la cama y recuperar las ropas y la dignidad perdidas.
Mike miró hacia otro lado, con las mejillas ardiendo, al ver el cuerpo desnudo de Alma a la luz del día. Tenía una cicatriz en la cadera izquierda y lunares diseminados por toda la espalda. Se preguntó qué dibujo saldría si los uniera todos con un bolígrafo de color rojo y se le escapó una carcajada leve y explosiva. Alma le miró por encima del hombro y no supo interpretar la expresión soñadora de su rostro. ¿Qué hacía con aquel hombre a medio terminar? ¿Es que nunca iba a dejar de equivocarse? No, se dijo, está claro que no. Se sentó en la cama y agachó la cabeza. Estaba avergonzada, triste, desesperada. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y se mordió el labio inferior para cortar el drama, ya había hecho bastante el ridículo por un día.
- Lo siento - susurró, sin atreverse a mirarle.
- No importa - contestó Mike, pensando en la despedida. No era ni la mujer de sus sueños ni el amor de su vida, pero había sido ambas cosas durante unas horas y él, a pesar de todo, era un caballero-. Me gustaría quedarme, pero no puedo. Tengo que...
- ... coger un autobús, lo recuerdo. Nueva York, ¿verdad? - Él asintió, sintiendo de nuevo el miedo en el fondo de la garganta-. ¿A qué hora sale?
- Dentro de veinte minutos. Más vale que me ponga en marcha de una vez. No voy a poder ducharme - Se levantó y empezó a vestirse tan rápido como pudo-. Ni desayunar.
- ¿Tienes hambre?
- En realidad, no.
- Los nervios del viaje.
- Sí, será eso...
Se puso la camiseta arrugada, se dio cuenta de que estaba al revés y, maldiciendo, volvió a quitársela para darle la vuelta y ponérsela otra vez. Se situó delante del espejo, se pasó la mano por el pelo para ordenar los mechones revueltos y abandonó al cuarto intento. Qué más daba, si le cortarían el pelo en cuanto llegara al cuartel. Cogió el petate, que había dejado tirado de cualquier manera junto a la puerta, se echó la cazadora al hombro y miró a Alma, que seguía sentada al borde de la cama, atenta a todos sus movimientos. Tenía manchas de rimel en las mejillas y estaba pálida, pero había dejado de llorar.
- Bueno - dijo Mike, echando un vistazo alrededor para asegurarse de que no se dejaba olvidado nada.
- Bueno - repitió Alma, poniéndose en pie-. Que tengas un buen viaje...
- Mike, me llamo Mike - Le tendió la mano, vio lo absurdo del gesto y la retiró casi al instante.
- Yo soy Alma - Se puso de puntillas y le dio un beso en la punta de la nariz-. Cuídate, Mike.
- Haré lo que pueda.
Sonrió por última vez y salió de la habitación sin mirar atrás. Bajó las escaleras de dos en dos, atravesó el aparcamiento a la carrera y se subió al autobús justo antes de que cerraran las puertas. Se sentó al final, lejos de los demás pasajeros que, a esa hora, aprovechaban el tiempo para recuperar el sueño perdido. Después de un par de maniobras, salieron a la autopista y se unieron al tráfico. Mike, demasiado nervioso como para contemplar el paisaje al otro lado de la ventanilla, sacó la carta del bolsillo exterior del petate y volvió a leerla. Lo había hecho tantas veces que podía recitar su contenido de memoria y, a pesar de todo, seguía pareciendo una maldita pesadilla de la que esperaba despertar en cualquier momento. Sus ojos se deslizaron por la página a toda velocidad y se detuvieron antes de llegar a las últimas palabras: "... de donde zarpará con destino Da Nang, Vietnam del Sur".
- Bueno - dijo a su reflejo en el cristal -, al menos, no morirás siendo virgen.
Acomodó la postura, cerró los ojos y se quedó dormido al instante.
Mjo
15-07-2021
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