Los obreros fueron dejando olvidados trabajos y herramientas, demasiado ocupados en seguir las evoluciones del famoso escultor por el patio. Se acercaba a un bloque de mármol, lo tocaba, lo olía, apoyaba la oreja sobre la superficie sin pulir y acababa negando con la cabeza antes de moverse hacia la siguiente pieza. Llevaba horas así, días, semanas, para desesperación del Maestro de Obras, cuya responsabilidad era acompañarle y satisfacer todas sus demandas. Al final, los trabajadores fueron reuniéndose en corrillos, haciendo comentarios sobre el aspecto del escultor y apostando por tal o cual bloque. El Maestro de Obras, que había dejado muy atrás la juventud, pidió que le trajeran algo donde poder sentarse, a ser posible en la sombra, y se resignó a esperar.
Piero, su hijo menor, un jovenzuelo de apenas catorce años, delgado como un sarmiento y excesivamente nervioso, seguía los pasos del escultor a una distancia prudencial, para no perturbar su concentración. De vez en cuando, se apoyaba contra la fría piedra, imitando sus gestos, sin tener ni idea de qué hacía ni por qué. Cuando se cansó de aquel juego, corrió a sentarse junto a su padre y se limpió las manos en las calzas de terciopelo negro, dejándolas manchadas de polvo blanco.
- No lo sé, Piero, de verdad que no lo sé - Suspiró y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de seda y encaje-. Espero que sí; ya no tengo edad para ir detrás de nadie, un día y otro y otro, y menos de alguien que no parece saber qué busca exactamente. El Consejo empieza a impacientarse y ya han hablado de contratar otro escultor menos problemático... Pero, ¿qué hace ahora?
El escultor se había quitado la gorra de artesano, el jubón de lana fina y la raída camisa. Lanzó todas las prendas al suelo, sin que le importara lo más mínimo que se mancharan de polvo y barro. Se acercó a la base de un enorme bloque de mármol y repitió su particular liturgia. Apoyó las manos sobre la rugosa superficie, cerró los ojos, pegó la oreja, acercó la nariz y dejó que el tiempo pasara sin moverse. Finalmente, sonrió, asintió y abrió los ojos para encontrarse con la mirada expectante de veinte personas, que contenían el aliento en espera de su veredicto.
- Y bien, signor, ¿ha tomado ya una decisión? - preguntó el Maestro de Obras, cruzando los dedos por debajo de la capa.
- Sí, lo he hecho - Ensanchó todavía más la sonrisa, provocando la aparición de multitud de arrugas en su poco agraciado rostro, y dio un par de palmadas sobre el mármol-. Será este, definitivamente.
Una exclamación de sorpresa recorrió los espectadores. "¡El Gigante!", decían, "¡Ha elegido al Gigante!", puesto que así lo habían bautizado el día en que llegó, hacía demasiados años, desde la cantera de Fantiscritti, en Carrara. Con sus casi seis metros de alto, había sido un aunténtico desafío para todo aquel que se atrevió a enfrentarse a él. Ni Agostino di Duccio, ni Antonio Rosselino ni Simone da Fiesole tuvieron éxito y sus intentos quedaron reducidos a simples grietas, algunos diseños apenas esbozados sobre la piedra y un agujero que hizo que lo consideraran inservible y lo dejaran abandonado en un rincón. "Destrúyalo, signor, no creo que nadie consiga nunca esculpir nada en él. ¡Está maldito!", sentenció Di Duccio, después de intentarlo durante semanas. Así, el Gigante quedó olvidado entre la maleza que crecía descontrolada en el Patio del Departamento de Obras de la Catedral, juntando polvo y olvido. Hasta aquel día.
- Pero... Lleva veinticinco años expuesto a las inclemencias del tiempo - El Maestro de Obras estaba perplejo. Se acercó al escultor, que seguía acariciando la piedra con expresión soñadora, como si fuera el cuerpo de un amante-, está dañado y todo aquel que ha intentado trabajar con él, ha fracasado.
- Lo sé - contestó, riéndose entre dientes-, a mí también me han llegado esas historias.
- Y, a pesar de todo, ¿lo elegís? - El escultor asintió, recogió la ropa y se vistió. Después pasó un brazo por los hombros del sorprendido anciano -. Os juro que no os entiendo, signor. El Consejo ofrece una cantidad más que generosa para el material, podéis escoger lo mejor de lo mejor, ¿y esta es vuestra elección?
- Así es, maestro.
- ¿Puedo preguntaros por qué? ¿Qué le habéis visto que sea tan especial?
- Vida, mi querido amigo, he visto vida.
- ¿En un bloque de mármol? - El maestro se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas-. A fe mía que, con esta actitud, alimentáis vuestra fama de excéntrico. Me va a costar convencer a los miembros del Consejo, pero ya se me ocurrirá qué decir para despejar todas las dudas.
- Diga sólo la verdad - dijo, mientras abandonaban el recinto del patio y salían a la Piazza del Duomo, que a esa hora bullía de actividad. Piero les seguía de cerca, que procuraba no perderse ni una palabra de la conversación.
- ¿La verdad? Por favor, explíquese, soy todo oídos.
- Dígales que he visto, en el interior de ese bloque de mármol abandonado, un ángel que lleva años esperando a ser liberado - Sonrió, satisfecho, y levantó los ojos al cielo, que se iba cubriendo de nubes oscuras-. Y que seré yo quien lo haga.
- ¿Queréis que me tomen por loco? ¡No puedo decirles eso! No lo van a entender. Ni yo tampoco, si he de seros franco.
- Esa es la diferencia entre ustedes y yo, Maestro.
- ¿Cuál? - Frunció el ceño. Empezaba a cansarse de los jueguecitos del escultor.
- Que yo soy artista y ustedes, no.
Le hizo una reverencia burlona, se puso el sombrero y se alejó en dirección al Arno, dejando al Maestro sin palabras en mitad de la plaza.
- Es un genio, padre - Susurró Piero, emocionado-, eso no se puede negar.
- ¿Un genio o un loco?
- ¿Acaso hay diferencia? - Piero se encogió de hombros, quitándole importancia a la cuestión.
Mjo
06-07-2021
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