miércoles, 29 de julio de 2015

FANTASMAS (3)

Se hundió en ella como si no hubiera un mañana, sintiendo que la vida se le escapaba en cada envite. Sabía que no era ella la que jadeaba bajo su cuerpo, aferrada a él como si temiera perderse en la marea de sensaciones, y se odió todavía un poco más. Se cerró al mundo, los ojos apretados para no ver otro rostro, mordiéndose los labios para no gritar el nombre equivocado. Él sabía, ella sabía y el universo entero sabía pero no había, en el cielo o el infierno, fuerza capaz de evitarlo.

Cayeron en picado, dos pesos muertos entre sábanas revueltas y cuando se calmó la tormenta y recuperaron el aliento, pudieron verse sin disfraces. En sus ojos leyó amor y entrega, rendición sin condiciones. A él le costó reconocerla y dibujó una sonrisa que amortiguara la indiferencia. No tuvo suerte. Ella empezó a llorar tan calladamente que el silencio se hizo audible y él, saciado por primera vez en meses, sólo fue capaz de alargar una mano para limpiar sus lágrimas.

 - Lo siento, Martha, lo siento mucho...

- No te disculpes. Yo lo sabía y me dejé arrastrar. Déjalo ya, no lo conviertas en algo sórdido.

- A mi manera, te quiero... 

- Tu manera no me sirve. Vete, déjame sola, por favor.

Se dio la vuelta en la cama prestada, dejando a la vista una espalda plagada de lunares, delgada y frágil como sus sueños. Él salió de la cama, con la piel de gallina por la culpa, y se vistió lentamente, evitando mirarla. Enero se colaba, en finas ráfagas, por las ventanas mal cubiertas con periódicos atrasados. Sintió el frío en los huesos y en las manos, el peso del vacío.

- Qué añoranza del verano - dijo en voz alta-, cuando estábamos vivos y nos amábamos en las trincheras. El mundo era nuestro, nos pertenecía, y la posibilidad de perderlo, de perdernos, ni siquiera se nos pasó por la cabeza. Nos bebimos la vida a tragos, hasta la última gota, y ahora que nos quema la sed ¿qué nos queda?

- Los recuerdos -le contestó ella antes de soplar la última vela y cubrirse la cabeza con las mantas-. Y el odio.

En la calle arreció la lluvia y en la habitación la soledad entre ellos se hizo espesa, tangible. Estaban muy cerca, todavía podían sentir sobre la piel el olor del otro, pero la distancia era insalvable. A tientas, esquivando los escasos muebles, se acercó a la puerta y la abrió. Antes de salir cedió a la tentación de mirar, acaso por última vez, el perfil de su cuerpo, tan deseado hacía una horas, tan necesario, tan conocido y extraño a la vez. Le lanzó un beso desganado, de compromiso, se ajustó la bufanda al cuello y salió la pasillo en penumbra. El ruido de la puerta al cerrarse le sonó a punto y final, a epitafio sin rima, a adios definitivo. A ruina y fatalidad.

Mala cosa es el amor en tiempos de guerra, pensó mientras bajaba las escaleras silbando bajito,  cuando la sangre arde y se derrama por las balas y no por los sentimientos.

Mjo


No hay comentarios:

Publicar un comentario