jueves, 31 de diciembre de 2020

LA REVANCHA (SE ACABÓ EL PASTEL)


Cada año igual. Cada final de año lo mismo. Echar la vista atrás y mirar qué objetivos te habías planteado y cuántos has conseguido. 

No soy de retos, pero el año pasado me puse algunos por primera vez y creo que he cumplido con pocos. No se puede ser ambiciosa o, como mínimo, a mí no se me da bien serlo. Aún así, declaro con orgullo que el más grande de todos, el que estaba segura de fallar, lo he cumplido. Bueno, estoy a punto de cumplirlo: 52 semanas, 52 relatos. Esta semana haré el último y cerraré esa etapa que me ha llevado por un camino que me aterraba, porque sé que no soy constante en muchas de las cosas que hago y que me desanimo pronto. Tengo suerte y he tenido dos compañeros de viaje que, a empujones pero con cariño, me han llevado de la mano y no han permitido que me relaje. Para ellos, gracias. No voy a echarme flores, no es mi estilo, pero creo que desde el primero al último he mejorado evolucionado, que es de lo que se trataba. He salido de la zona donde me encontraba cómoda, he usado voces y recursos distintos, he inventado momentos para personajes reales y me he atrevido a llamarles por su nombre (espero que me perdonen allá donde estén), he rescatado recuerdos y sentimientos y los he puesto en palabras, he declarado fallos y defectos y he evitado avergonzarme de ellos y, algo que jamás habría imaginado, he descubierto lo que se puede llegar a disfrutar buscando datos en un artículo de periódico o en una biblioteca virtual para que aquello que escribía tuviera un toque de realidad. Todos esos relatos me han salvado en muchas ocasiones y, en muchas otras, me han hecho sudar sangre y lágrimas. Todo lo que soy, todo lo que me gustaría ser, está ahí y sólo ha sido el principio porque, ya sabes, que más vale tarde que nunca, nunca es tarde si la dicha es buena y un mago nunca llega tarde, Frodo Baggins, ni pronto: llega exactamente cuando se lo propone. (Gandalf dixit!)

En el resto de las cosas que me había propuesto, el fracaso ha sido bastante importante. No ha sido un año fácil, qué os voy a contar, pero no pienso usarlo como excusa. Y tampoco pienso hacer un resumen de lo bueno y lo malo porque pueden pasar dos cosas: que acabe enfadada o que acabe deprimida. O ambas cosas y va a ser que no me da la gana, que estoy hasta el gorro de estar enfadada y deprimida. ¡Que ya está bien, hombre! La vida hay que celebrarla aunque sea a pequeña escala y por eso hoy elijo alegrarme por la gente que, a pesar de todo, cierra este año sintiéndose afortunada. No me olvido de todos los que se han sentido solos, abandonados, tristes y, especialmente, de aquellos que han perdido a un familiar o amigo, que han sufrido la enfermedad y todavía anda lidiando con ella, de los que pelean cada día por salir adelante aunque todo esté en contra. Ya no voy a decir que saldremos de esto, se ha repetido tanto que ya no tiene sentido, y tampoco creo que salgamos mejores personas, porque me los hechos demuestran que no, que salimos peor de lo que entramos. Pero como soy una persona estúpidamente positiva, aunque a veces me hunda y deje de creer en todo... confío en un futuro mejor. No para todos, que no todos se lo merecen, pero sí para aquellos que quiero, admiro y necesito. 

A estas alturas de mi vida, he aprendido que la gente va y viene y no se detiene; que quien quiere estar, se queda y quien prefiere marcharse sin mirar atrás, es porque estaba de más. No quiero guardar más sillas vacías esperando que llegue quien quiera ocuparlas, que ya hay más que suficiente con tener esos tejanos en el armario esperando perder el peso que me sobra para poder cerrarlos. No pido más pero no merezco menos. Permanecerán los buenos recuerdos y las experiencias vividas, les deseo que les vaya bien y sean felices, que yo me quedaré con lo que he aprendido, ya sea bueno o malo, pero nunca con la culpabilidad ni el rencor. Borrón y cuenta nueva, no hay mal que por bien no venga o, como decimos por aquí,  tal dia farà un any i bon vent i barca nova! 

No voy a hacer otra lista de retos, qué pereza, pero tengo tres cosas en el zurrón: un sueño, una necesidad y un deseo. Me los guardo, por si acaso se gafan antes de empezar. 

Nos leemos (o no) en el 2021.


Mjo

lunes, 21 de diciembre de 2020

BLANCA Y RADIANTE (semana 49)

 

Se abren las puertas de la iglesia, pequeña, rústica, olorosa a incienso y cera, y un murmullo excitado recorre los bancos de madera. Todas las cabezas se vuelven hacia la entrada; los más afortunados, sentados junto al pasillo, apenas tienen que esforzarse para ver. El resto ha de estirar el cuello o ponerse de puntillas para no perderse detalle de la llegada de a la estrella del día: la novia. Porque da igual el novio, los padres de uno y otro, los niños vestidos con trajes absurdos, los invitados de postín y los de medio pelo. Lo que todo el mundo espera es que llegue la novia y se desvele el secreto mejor guardado, que es el vestido, y de comienzo el espectáculo.

Cumpliendo con una tradición no escrita, llega tarde. Ni mucho ni poco, lo justo para hacerse desear sin llegar a poner de los nervios al futuro esposo. Cuando aparece, enmarcada por los arcos románicos adornados con flores para la ocasión, de la concurrencia se escapa un “ooooohhhhhh” de admiración y, por qué no decirlo, algo de envidia. Se detiene unos segundos, respira hondo y, en cuanto suenas las primeras notas de la marcha nupcial, echa a andar cogida del brazo de su orgullos padre. En todas las mentes suena la misma canción, aquella que dice “Blanca y radiante va la novia...” y ahí se quedan porque, con el paso del tiempo, el resto de la letra se ha perdido. Lástima que, aunque nadie se dé cuenta, esta novia parece cualquier cosa excepto blanca y radiante.

domingo, 13 de diciembre de 2020

IMPROVISANDO (Semana 48)

 

Esta semana ando escasa de inspiración. Nada, que lo intento y no hay manera que salga algo que valga la pena. Bueno, miento. Digamos que mi carpeta de “Borradores” ha engordado un poco con tres o cuatro principios prometedores que, quizá en otro momento, acabarán convertidos en historias pero, de momento, no soy capaz de sacarlas adelante. Así que me dio por pensar en aquellas cosas que son capaces de arruinarte el día desde que sales de la cama. Ojo, cuidado, que si encima es lunes, no es que te arruine el día sino la semana. Os cuento qué se me ha ocurrido y juro que todas, absolutamente todas, las he vivido en mis propias carnes:

1. *Se fue la luz y no pude hacerme ni un  triste café porqué, oh, vaya, resulta que en mi casa todo es eléctrico. “Eso te pasa por moderna”, me dijeron cuando lo conté, “si tuvieras una cafetera de toda la vida en vez de una de cápsulas, eso no te habría pasado”. A ver, una cosita... ¿Qué parte de “todo es eléctrico” no habéis pillado? Si tengo vitrocerámica y no hay luz, ¿cómo hago la puñetera cafetera que sí tengo? ¿Enciendo quince velas del IKEA, con aroma a frutos rojos, la pongo encima y me armo de paciencia hasta que suba el café? Y de las tostadas ya ni hablamos, ¿no? 

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domingo, 29 de noviembre de 2020

RED VELVET (semana 46)

Candela llega antes que nadie porque le gusta el silencio que flota en el ambiente hasta que empiezan a llegar el resto de empleados. A partir de ese momento, todo es caos, ruido, confusión, locura y por eso necesita ese espacio de tiempo a solas. Enciende sólo un par de luces y, en la semipenumbra, pasea por la cocina asegurándose de que todo está en su sitio y no falta nada. Repasa el contenido de las estanterías, la nevera industrial y los armarios de los utensilios, y repone lo necesario. Suele hacer frío, porque la calefacción no se pone en marcha hasta las ocho, y para entrar en calor se pone la vieja chaqueta morada que heredó de la única persona que siempre creyó en ella: su abuela. Dios, cómo la echa de menos. A veces tiene la impresión de que, cuando está trabajando en una receta nueva o complicada, puede oírla señalando todos los fallos que comete y ella es incapaz de ver. Le mata la ausencia de su risa; aquel sonido ronco, que parecía salirle del fondo del estómago, seguía siendo, para ella, el más hermoso del mundo. Sonaba a hogar, a paz, a seguridad, aceptación y cariño. Cuando todo se torcía y Candela se ponía dramática, aquella mujer venerable le devolvía a la vida aunque fuera a empujones. Bajo su aspecto frágil, escondía la fuerza de mil huracanes y había sido el centro de toda su existencia hasta el día de su muerte. Sí, la echaba de menos cada día.

BODAS DE ORO


El día que mis padres se conocieron, ella todavía se peinaba con coletas y él aún no se había acostumbrado a llevar traje. Fue en un guateque (¿dónde, si no?) y supongo que sonarían Los Sirex, Los Bravos, El Dúo Dinámico (que ya existían antes del "Resistiré"), Paul Anka, algo de Elvis si había algún modernillo con posibles y seguro que Karina cargando con su baúl lleno de recuerdos. Los presentaron y bailaron, claro, que a los dos les gustaba mucho y se les daba, y se les da todavía hoy, de maravilla. Mi padre quedó prendado de mi madre, pero parece que ella por él pues no tanto. Unos días más tarde, se cruzaron por la calle a la salida de sus respectivos trabajos. Él la saludó y ella respondió mecánicamente antes de preguntarle a su prima, con la que caminaba del brazo, que quién era aquel chico. "Encarna, hija, es el Ángel. ¿Es que no te acuerdas?", contestó. Mi madre puso cara de "ni pajotera idea" y se encogió de hombros. La otra, supongo que riéndose, le recordó que había pasado la tarde del domingo bailando con él y que no entendía cómo podía haberle olvidado porque era, de lejos, el chico más guapo de la fiesta. Vale, eso lo digo yo porque es mi padre y porque ¡qué narices! Era muy guapo, los dos lo eran, que los he visto en fotos. Y si la explicación no os convence, me la repamplinfa, porque la historia la cuento yo y si digo que lo eran, lo eran y punto, ¿estamos? Pero vamos, que ahí tenéis la foto para que veáis que no miento. 

En algún momento volvieron a encontrarse y desde luego que se conocieron, se enamoraron y hoy, unos años más tarde, cincuenta para ser exactos, estamos de aniversario.¡Bodas de Oro, ni más ni menos! Y lo que más me fastidia es no poder estar con ellos gracias a esta pandemia que muchos niegan y otros se pasan por el forro, y que está haciendo que nos perdamos tantas cosas este año que empezó como otro cualquiera y va a acabar como nadie podía imaginar. Dentro de un ratico, haremos una videollamada y nos reíremos y nos contaremos cualquier cosa y quizá, sólo quizá, dejemos ver un poquito de la pena que nos da estar lejos. Porque las nuevas tecnologías son la releche, pero aún no nos permiten poder abrazarnos y, como os he dicho ya muchas veces (lo siento, soy cansina), yo sigo echando de menos su contacto. Pero no pasa nada, quizá las Navidades este año tampoco sean como siempre; el objetivo es superarlas y tener las que vendrán, y celebrar todo lo que nos estamos guardando en el bolsillo con una fiesta memorable. Se me ocurre que como haya que darle al cava por todo lo que nos hemos perdido, no va a haber Espidifen que cure la resaca... 

En fin, que yo lo único que quiero es hacerles saber, a ellos y a quien lea por casualidad ésto, que les quiero un montón, que me siento orgullosa de ellos hasta el infinito y mucho, mucho más allá, que les agradezco que nunca nos pusieran las cosas fáciles porque así hemos aprendido a salir adelante, aunque sea a tropezones. Que son ejemplo a seguir, espejo en el que mirarse, amor incondicional, apoyo constante. Que sin ellos, yo no, nada, nunca. Y quiero pedirles que celebren este día y se celebren ellos, hoy y siempre. La celebración "en pack"... pues ya vendrá, todo a su debido tiempo. 



FELICIDADES, PAPA Y MAMA, POR ESTOS CINCUENTA AÑOS Y POR LOS QUE VENDRAN!


Mjo


(Me van a matar cuando sepan que he puesto la foto, pero confío en que me lo perdonen... que ha sido con mucho love!!!)

lunes, 23 de noviembre de 2020

CRUCE DE CAMINOS (Semana 45)

SABADO. 03:35 H. ERIC.


Eric salió del ascensor ajustándose la corbata y se acercó al mostrador del portero. El hombre, del que no conseguía recordar cómo se llamaba, le observaba con una sonrisa socarrona en la boca.

- Buenas noches, señor – saludó, levantándose y apoyando las manos en la superficie de madera-, espero que haya disfrutado la... visita.

- Sí, por supuesto – contestó Eric, al que no se le había escapado la ironía del tono. Le habría encantado ponerlo en su sitio, pero no le convenía hacerlo. Era un valioso aliado y sin su colaboración, aquella noche se habría convertido en un auténtico desastre. Dejó el abrigo sobre el mostrador y dibujó una sonrisa de compromiso mientras se ponía la americana. Sacó la elegante cartera del bolsillo interior, extrajo unos billetes y los dejó sobre el brillante mostrador-. Muchas gracias por su colaboración, señor...

- Padilla. Gracias a usted, señor por su...- cogió los billetes, los contó sin disimulo y se los metió en el bolsillo izquierdo del pantalón- generosidad. Es un placer ayudarle. ¿Le veremos pronto por aquí, señor?

- Es posible. Se lo haré saber para que pueda organizarse – Se pasó la mano por el alborotado pelo y se ajustó los puños de la camisa, dejando a la vista sólo la porción exacta de tela que marcaba la diferencia entre la elegancia y la chabacanería-. Buenas noches, señor Padilla.

- Oh, no, por favor. Padilla a secas, señor – Hizo una inclinación de cabeza y volvió a sentarse-. Buenas noches, señor.

Eric dio media vuelta, atravesó el hall haciendo resonar sus pasos sobre el reluciente mármol, y abandonó el edificio sin mirar atrás. Había bajado la temperatura y el aire olía a lluvia. Se echó el abrigo sobre los hombros y pensó en pedir un taxi porque lo último que le hacía falta era que le pillara el chaparrón, pero decidió que le sentaría bien andar hasta su casa, que tampoco estaba tan lejos. Necesitaba despejarse la cabeza y quitarse de encima el exceso de energía que no había podido gastar. Sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió con un encendedor a juego, regalo de su padre cuando cumplió los dieciocho, y echó a andar por la avenida casi desierta.

 

 

SABADO. 03:15 H. MATILDA.

 

Matilda no conseguía dormir. Ni tila, ni somnífero, ni vaso de leche caliente, ni contar ovejitas ni el casi siempre efectivo orgasmo gentileza de su nuevo vibrador; aquella noche, nada parecía funcionar. Harta de dar vueltas en una cama demasiado grande y solitaria, echó hacia atrás la colcha de una patada y se levantó. Se acercó a la ventana, estremeciéndose de frío. ¿Se había olvidado de conectar la calefacción? Se echó una bata por encima y, de puntillas para no molestar a sus muy delicados vecinos, atravesó el minúsculo apartamento hasta el comedor. Efectivamente, el temporizador estaba apagado y ya era demasiado tarde para ponerlo en marcha, se haría de día antes de notar algo de calor.

- Mira... de perdidos, al río – dijo en voz alta-. Voy a salir.

Volvió a la habitación, se quitó la bata y el pijama y se puso unos calcetines de lana, los tejanos del día anterior, una gruesa sudadera y, por si acaso, el abrigo rosa que le había regalado su madre y que, a pesar de odiarlo con todas sus fuerzas, no había podido devolver porque había perdido el ticket. En el lavabo, se echó un poco de agua fría en la cara y, en el recibidor, se plantó delante del espejo y contempló, con ojo crítico, su aspecto.

- Bah, tampoco creo que te vayas a encontrar con el amor de tu vida a estas horas... A ver, ¿gorro de lana o coleta? – Dudó un instante y se decidió por un gorro de lana negro que le quedaba fatal, pero le daba absolutamente igual. Lo descolgó de la percha con un movimiento brusco y el perchero se tambaleó peligrosamente. Antes de que pudiera evitarlo, cayó al suelo, provocando un estrépito de mil demonios. En apenas cinco segundos, sus vecinos estaban aporreando el techo con el palo de la escoba y lanzando improperios a pleno pulmón. Qué escándalo, ¡acabarían por despertar a todo el edificio! Tan rápido como fue capaz, cogió las botas, las llaves y salió de casa. Cerró la puerta despacio, para no hacer más ruido, y descalza, bajó las ciento y pico escaleras que separaban su piso de la calle. Al llegar al último escalón, se sentó, se puso las botas y salió.

- Hace una noche preciosa – se dijo, respirando hondo-. Estás como una cabra. Más vale que tu madre no se entere de esto o te llevará, arrastrándote por una oreja, de vuelta al pueblo, donde pueda seguir controlándote.

Echó a andar hacia la avenida principal, cuyas luces de león parpadeaban al final de la calle.

 

SABADO. 04:25 H. ERIC.


Con las manos en los bolsillos, Eric caminaba sin prestar atención a escaparates o a la poca gente con la que se cruzaba. Andaba perdido en los recuerdos de aquella noche que tanto prometía y que acabó por torcerse de la peor manera posible. Había escapado por los pelos del desastre, pero quizá la próxima vez no tendría tanta suerte. Claro que mientras siguiera pagando al maldito Padilla, podría considerarse relativamente seguro. ¿O no? No es que el soborno fuera pequeño, más bien era justo lo contrario, pero le preocupaba que su conciencia le obligara a explicarle a su jefe lo que sucedía cada vez que abandonaba la ciudad por unos días.

Tenía que acabar con esa historia, de una vez por todas. Lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alejarse de ella no era opción, trabajaban en los mismos proyectos. Y las horas que no pasaban juntos, seguía estando en su mente. Debería cambiar de trabajo, buscar un puesto similar en otro periódico. Con su apellido y su curriculum, no le costaría nada encontrar quién quisiera contratarle. Sí, eso era lo más inteligente que podía hacer, pero...

Una imagen de Sandra, desnuda entra las sábanas de satén negro de su cama, sonriendo y tendiéndole los brazos, le arrancó un gemido a medio camino entre el deseo y la desesperación. ¿Cómo iba a dejarla? ¡Era de locos! Era de locos todo: haberle seguido el juego, caer en sus redes, dejarse atrapar por aquella mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido jamás y, sobre todo, haber sido tan estúpido como para enamorarse de ella. Estúpido, estúpido, ¡estúpido! ¿Qué podía ofrecerle él que ya no tuviera? Le sobraba el dinero, tenía una reputación intachable entre los profesionales del gremio periodístico y, por si le faltaba algo, estaba casada con un hombre temido y respetado a partes iguales. Un hombre que, además, era su jefe, el de los dos. Si su historia se hacía pública,  ella posiblemente no sufriría demasiado pero él ya podría despedirse de su prometedora carrera como analista político y eso sólo para empezar. ¡Le arruinaría la vida! Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De los cuatro meses más increíbles y excitantes de su existencia? De verdad, qué locura. Tenía que romper con ella y cuanto antes, mejor. La próxima vez, sí. La próxima vez sería la última. O la penúltima.

Se detuvo junto a un semáforo en rojo. Había empezado a caer una lluvia fina que, poco a poco, iba empapándole. Le quedaba todavía un buen trecho por recorrer, quizá coger un taxi sería lo más inteligente. Miró a un lado y a otro de la avenida, pero no vio ninguna luz que anunciara la presencia de un vehículo libre. Sacó el móvil, buscó el teléfono de una compañía y cuando iba a marcarlo, un ruido de cristales rotos a su espalda le sobresaltó. Se giró y miró hacia un callejón entre dos edificios antiguos, pero estaba oscuro y apenas distinguió la silueta de los contenedores que había arrimados a la pared, junto a la entrada.

- Bah, serán ratas hurgando en la basura – El móvil vibró en su mano y activó la pantalla. Era un mensaje de Sandra, donde le decía que lamentaba que el regreso inesperado de su marido hubiera interrumpido su cita, y le avisaba que al día siguiente estaría libre. “Te espero en el hotel, a las 16 h. No me falles, cachorrito”, había escrito, y adjuntó una foto suya, desnuda, a modo de incentivo. La simple visión de su cuerpo perfecto le provocó una erección instantánea y se sintió ridículo, patético, estúpido, estúpido, estúpido-. Maldita sea, Sandra...

El ruido de cristales rotos se repitió, como si alguien se dedicara a estrellar botellas contra el suelo por diversión. Intrigado, dio unos pasos en dirección a la entrada del callejón y forzó la vista a ver si distinguía algo. Nada, oscuridad y un olor levemente ácido a basura sin recoger y, por debajo, algo que no fue capaz de definir. Se acercó un poco más y escuchó, más allá de los contenedores, un quejido, una especie de llanto o un gemido de dolor que, sin duda, era humano. Su primer impulso fue dar media vuelta y largarse tan rápido como fuera posible, tenía sus propios problemas, gracias, pero la voz de su conciencia le obligó a hacer justo lo contrario. Encendió la linterna del móvil y, con el brazo en alto para iluminar mejor el espacio, entró.

La puñalada le pilló por sorpresa. Al fondo del callejón había visto lo que parecía un cuerpo tirado en el suelo y, pensando que era alguien herido, echó a correr. Tan pronto como se agachó junto al cuerpo, un hombre salió de su escondite detrás de un contenedor y se acercó a él sin hacer ruido.

-Pero ¿qué demonios...? – dijo Eric al darse cuenta de que el cuerpo, en realidad, era un maniquí desmembrado. Antes de que pudiera levantarse, el hombre se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo que llevaba en una mano. Eric ahogó un grito de dolor e intentó levantarse, pero las piernas no le obedecieron y cayó al suelo, boca abajo. El agresor le dio la vuelta y le registró los bolsillos. Sacó la cartera, la pitillera, el encendedor y el móvil y se los guardó. Después le quitó el reloj de acero de edición limitada, un sello que había heredado de su abuelo y, de un tirón seco, le arrancó la cadena y el pesado crucifijo de oro que llevaba colgado al cuello. Para rematar la faena, le quitó los zapatos, salió corriendo y se perdió en la noche.

 

SABADO. 04:35 H. MATILDA.


Llevaba una hora caminando y el cansancio empezaba a pasarle factura. Le pesaban las piernas y bostezaba con tanta frecuencia que se le iban a desencajar las mandíbulas. Había llegado el momento de dar media vuelta y regresar a casa. En uno de esos establecimientos abiertos las 24 horas, pidió un donut de chocolate y un café, descafeinado, y se lo tomó bajo la marquesina, a salvo de la fina llovizna que, poco a poco, iba empapando el suelo. Hacía apenas un mes que se había mudado a la ciudad y era la primera vez que se aventuraba por aquella zona. Normalmente, iba de casa al trabajo, del trabajo a casa y poca cosa más. También había visitado un par de museos, había ido al cine una vez y había intentado recorrer uno de los parques más famosos de la zona, pero se cansó pronto y no vio ni la mitad. Tampoco había salido de noche, asustada por las noticias sobre asaltos, asesinatos y violaciones que su madre, con precisión diabólica, le transmitía por teléfono cada miércoles por la noche y todos los domingos por la mañana. Si se enteraba de su pequeña aventura nocturna, le iba a dar un ataque. Se fijó en un edificio en la acera de enfrente. A la luz mortecina de las farolas, un viejo teatro de considerables dimensiones dormía el sueño del olvido y la decadencia. Matilda, que todo lo que oliera a antiguo le hacía salivar, tiró a una papelera el vaso de café vacío y cruzó la calle a paso ligero para verlo mejor.

La fachada del teatro todavía conservaba algunos elementos modernistas, muy deteriorados pero reconocibles. Tenía las ventanas bloqueadas con tablones,  cubiertos por grafitis más o menos artísticos y anuncios de compañía femenina para “caballeros solventes y solitarios”. En unas vitrinas situadas a ambos lados de la puerta principal, y a pesar del polvo y las telarañas acumuladas, todavía se podía apreciar los carteles anunciadores de la última obra que se representó. A la derecha, bajo una hilera de bombillas rotas, se abría la ventanilla ciega de la taquilla. Matilda, cuya imaginación se disparaba con facilidad, pensó en qué ocurriría si se acercaba al cristal y, de repente, al otro lado aparecía una cara del pasado para preguntarle cuántas entradas quería. Aun sabiendo que no era más que una fantasía macabra, se le puso la piel de gallina y retrocedió unos pasos.

- Vale, ya está – dijo a media voz -, ha llegado el momento de volver a casa.

Sin cambiar de acera, deshizo el camino que llevaba hasta su apartamento. Caminaba deprisa; de repente, se sentía incómoda y deseaba estar a salvo entre sus cuatro impersonales paredes. Iba con la vista clavada al frente y las manos en los bolsillos, canturreando en voz baja una de sus canciones favoritas. Había cubierto, más o menos, la mitad de la distancia cuando pisó una baldosa rota y se torció un tobillo. Se le escapó un grito de dolor y se apoyó en la esquina de un callejón oscuro entre dos edificios antiguos.

- ¡Maldita sea! – Se masajeó el tobillo por encima del pantalón durante unos segundos, después apoyó el pie en el suelo y dio unos pasos de prueba. Había sido una falsa alarma-. Menos mal...

Un sonido como de cristales que se rompían al caer al suelo le sobresaltó y dio un salto hacia atrás, ahogando un grito. Se quedó quieta, con los ojos clavados en la oscuridad del callejón, esperando que saliera una figura terrorífica: un hombre lobo, un vampiro sediento de sangre, Jack el Destripador, Drogon lanzando fuego, un terraplanista, ¡un político en plena campaña electoral! Y lo que salió fue un hombre, disparado, que de un empujón la tiró al suelo. Ni siquiera se paró a disculparse; le gritó un “¡Aparta, zorra!” por encima del hombro y siguió corriendo sin mirar atrás.

- Joder con la vida nocturna de la ciudad – susurró, levantándose y sacudiéndose el abrigo, que se le había manchado de barro. Al final, iba a tener que darle la razón a su madre: si te despistas, ¡zas! Estás muerta. O por el suelo y dolorida -. Me largo pero ya.

- Socorro... – una voz masculina salió de algún punto del callejón. A Matilda se le escapó un gemido y empezó a temblar-. Socorro, ayuda...

- No eres real – dijo en voz alta, retrocediendo-, no eres real, no eres real...

- ¡Por favor, necesito ayuda! – La voz sonó un poco más fuerte, más desesperada y mucho más asustada que la suya-. ¡Por favor!

- Maldita sea mi estampa... – murmuró Matilda, sin moverse del sitio. Miró alrededor, en busca de alguien a quién acudir, sin suerte-. Pero ¿quién me mandará a mí salir de casa a estas horas?

- Socorro...

Matilda cogió el móvil, encendió la linterna, respiró hondo varias veces, apretó los dientes y, con el brazo en alto para iluminar mejor el callejón, entró. Esquivando cajas de cartón, un colchón cubierto de mugre y varios neumáticos, se acercó hasta el punto del que salía la voz que pedía ayuda. Ahogó una exclamación al ver a un hombre joven, elegantemente vestido, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre que, a la luz del móvil, no dejaba de crecer. Echó a correr y se arrodilló a su lado.

 

 

 

SABADO. 04:40 H. ERIC Y MATILDA.

 

- ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? – Qué pregunta más estúpida, pensó. ¿Qué importaba eso?

- No... No sé – Eric tragó saliva e hizo una mueca de dolor-. Me han atacado por la espalda y me han robado. Por favor, ayúdame.

- Sí, claro... Voy a llamar a una ambulancia... – Empezó a teclear el número pero las manos le temblaban tanto que se le cayó el móvil y se apagó la linterna -. Mierda, ¿dónde está?

Matilda pasó las manos por el suelo, intentando ignorar qué debía ser lo que sentía en los dedos. Sangre, en el mejor de los casos. En el peor... no, no quería ni pensarlo. A su lado, el desconocido emitió un gemido. ¿O quizá estaba llorando? Le iba a dar un ataque. No era buena resolviendo conflictos y ante las situaciones difíciles, solía quedarse bloqueada y se le ocurría la solución perfecta cuando ya era demasiado tarde. No encontraba el móvil y sin él, poco podía hacer. Quizá encontraría alguien en la avenida, alguien que pudiera ayudarles.

- No encuentro el móvil, pero no te preocupes. Voy a salir a ver si encuentro a alguien. – Se puso de pie y se sacudió los pantalones-. O iré a la tienda esa de 24 horas, para que llamen ellos. Sí, eso será lo mejor...

Matilda tropezó varias veces antes de salir del callejón. Miró a ambos lados de la avenida y no vio a nadie y, al mirar al otro lado de la carretera, vio que la tienda había cerrado. Definitivamente, aquella no era su noche. Claro que aquel pobre chico lo tenía peor que ella.

- Piensa, Matilda, piensa... – murmuró mientras volvía a su lado. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar el móvil, sin éxito-. ¿Puedes oírme? No sé qué hacer, no hay nadie en la calle y el móvil... bueno, ¡ha desaparecido! Pero, mira, se me ocurre que, si salgo y grito a pleno pulmón, seguro que alguien sale a la ventana y así... - Tanteó hasta que encontró su mano, la cogió y se la apretó para confortarle. Esperaba que él respondiera de alguna manera, pero ni le devolvió el apretón ni se quejó ni nada de nada.

En ese momento, la banda sonora de “Psicosis” que usaba como tono de llamada para su madre, sonó a todo volumen y le hizo dar un grito. Pero ¿por qué narices le llamaba a esas horas? Daba igual, al menos había servido para descubrir que el maldito cacharro había ido a parar debajo de un neumático. Lo recuperó en un instante, encendió la linterna e iluminó al hombre. Estaba muy pálido y sí, podía ser por el efecto de la luz y el lugar en el que estaban, pero aquello no pintaba bien. A ver, ¿cómo se aseguraban los polis de las series que la víctima había muerto? Buscaban el pulso en la muñeca o el cuello, pero no quería tocarlo. Por Dios, no había visto un muerto en directo en su vida y ¿ahora iba a tener que tocar a uno? Vale, que igual todavía no lo estaba, pero... Respiró hondo, rezó el “Cuatro esquinitas tiene mi cama”, la única oración que todavía recordaba, y acercó una mano temblorosa al cuello del chico. Tanteó arriba y abajo hasta encontrar un leve latido, señal de que todavía vivía. Le costó reprimir el grito de alegría; por un momento, se había convencido de que había muerto y aquello habría sido mucho más de lo que podía soportar. Se inclinó sobre él y le tocó la cara. El hombre abrió los ojos y la miró.

- Oye, por favor, no te mueras, ¿vale? – Cerró los ojos sin responder y a Candela se le cayó el alma al suelo.

Se puso de pie y se alejó unos pasos, mordiéndose el labio inferior, estrujándose el cerebro. Sabía que tenía que llamar a la policía y contarles lo que había pasado, pero, pensándolo fríamente, desde su móvil no. ¿Y si luego le seguían el rastro? Un par de calles atrás había visto una cabina de teléfonos y, al menos a primera vista, parecía que funcionaba. En el bolsillo le quedaban unas monedas que, calculaba, serían más que suficientes para llamar a Emergencias e informar de lo que había ocurrido sin dar sus datos. Era de locos, claro, pero de esa manera, nadie podría relacionarla con aquel hombre. La única persona que podía situarla en la zona era el dependiente de la tienda 24 horas en la que había comprado el café y el donut, pero su cara era tan normal que era posible que se hubiera olvidado de ella en cuestión de minutos. No conocía a nadie más que a la gente de su trabajo y no tenía relación estrecha con ninguno de ellos, al menos por el momento. Su vida en aquella ciudad, tan lejos de casa, distaba mucho de ser perfecta y sí, había momentos en los que se sentía muy sola y le daban ganas de hacer las maletas y volver al pueblo, pero estaba empezando a acostumbrarse a la gente, el ruido, los olores y a pisar asfalto el 99% del tiempo. Allí era libre, por fin, y no quería volver atrás.

Regresó al lado del hombre y le miró. Ni siquiera sabía su nombre, no había pensado en preguntárselo. No le estaba ayudado en absoluto y dejarle allí, tirado y solo, no era algo de lo que se sentirse orgullosa, pero era incapaz de pensar en otra cosa. Cerró los ojos unos segundos y se despidió de él, deseándole buena suerte.  En el último momento, le pidió perdón por no haber sido capaz de salvarle la vida y también por lo que iba a hacer. Después dio media vuelta y, tras asegurarse de que no había nadie que pudiera verla, salió del callejón y regresó a casa. Llegó a la cabina, hizo la llamada forzando la voz y, justo cuando le preguntaron su nombre, colgó. Limpió el auricular con un pañuelo que, después, tiró a la papelera y regresó a su casa andando tan rápidamente como fue capaz.

 

DOMINGO. 14:30 H. MATILDA.


Contra todo pronóstico, Matilda se quedó frita en cuanto se metió en la cama. Despertó muy tarde y agotada, después de unas horas de sueños inquietos en los que intentaba alejarse del callejón y, no sabía cómo, acababa volviendo una y otra vez al mismo sitio. Se arrastró hasta la cocina, recalentó el café que había sobrado el día anterior y se sentó en el sofá mientras se lo tomaba. Puso la televisión y enganchó el principio del noticiero principal. La noticia de portada era el hallazgo del cadáver de un prometedor periodista que, además, resultó ser el heredero de una de las familias principales de la ciudad. Se le atravesó el café y casi se ahoga al ver en pantalla, a todo color y rebosante de vida, al hombre que había abandonado en aquel callejón asqueroso. Eric no sé qué, se llamaba, tenía treinta y dos años y un brillante futuro que jamás se haría realidad porque ella no fue capaz de ayudarle. Y la culpabilidad le golpeó en el estómago como si fuera un puñetazo.

 

 

LUNES. 15:35 H. MATILDA.

 

Matilda estaba concentrada delante del ordenador, intentando encontrar el apunte contable equivocado que le descuadraba esa cuenta. Había repasado los números una y otra vez y no era capaz de ver dónde estaba el error. Se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de recordar que, justo aquella mañana, había empezado a usar rimmel. Se levantó de la silla para ir al lavabo, a ver hasta dónde había llegado el desastre y descubrió que lo de “waterproof” significaba, también, “a prueba de restregones”. Antes de regresar a su mesa, decidió hacer un descanso de diez minutos. Entró en la cocina, se preparó un café y se lo tomó mientras miraba por la ventana.

Entre tanto, dos oficiales de policía, uniformados y armados aparecieron en la oficina, provocando un revuelo al que ella era ajena por estar ausente. Su jefa les recibió y les pidió que le acompañaran al despacho, donde hablaron, a salvo de oídos curiosos, durante unos minutos. Cuando Matilda regresó, se encontró a todos sus compañeros reunidos en pequeños grupos, algunos con papeles en las manos para disimular, y cuchicheando, sin apartar la mirada del despacho de la jefa.

- Pero... ¿qué os pasa? – Preguntó a Mireia, una de las pocas personas con la que había cogido algo de confianza.

- No lo sabemos – le contestó, encogiéndose de hombros-, pero debe de ser grave. Mira, ha venido la policía y Lola parece estar al borde de un ataque de nervios.

Matilde oyó la palabra “policía” y empezó a sudar. Se giró muy despacio y vio, a través de las paredes de cristal del despacho de su jefa, que ésta la señalaba con el dedo. Los policías asintieron, salieron del despacho y se dirigieron directamente a ella. Intentó borrar cualquier expresión de su cara, ya fuera sorpresa, curiosidad o, probablemente, pánico, pero fracasó por completo.

- ¿Matilda Santos Gorriz? – Se limitó a asentir. Tenía la garganta tan cerrada que no le habría salido ni un hilo de voz-. Agente Martí y Agente Páez – Se tocaron la visera de la gorra a modo de saludo-. Necesitamos que nos acompañe a comisaria, por favor.

- ¿Puedo...? – Le salió un gallo y cerró lo ojos. Respiró hondo, carraspeó y volvió a intentarlo-. Disculpe, estoy... un poco resfriada. ¿Puedo saber qué ha ocurrido?

- No, lo siento. Acompáñenos y, en comisaría, le dirán todo lo que necesita saber. ¿Tiene abogado?

- ¿Abogado? No, por Dios – contestó, sintiendo que empezaban a aflojársele las rodillas-. ¿Es que me hace falta?

- Sí – dijeron los dos agentes al mismo tiempo.

 

MARTES. PORTADA DE TODOS LOS PERIODICOS.

 

DETENIDA, EN TIEMPO RECORD, LA PRESUNTA ASESINA DE ERIC SANZ.

LA FAMILIA AGRADECE LA LABOR POLICIAL.

 

En la tarde de ayer se procedió a la detención de M.S.G., de 27 años y oriunda de XXX, acusada del asesinato de Eric Sanz, cuyo cuerpo sin vida se halló en un callejón cercano al centro en la madrugada de sábado a domingo. Las numerosas pruebas recogidas en el escenario del crimen, entre ellas un colgante que la acusada ha reconocido como de su propiedad y las huellas dactilares en el cuello de la víctima, así como las imágenes captadas por las cámaras de seguridad de varios establecimientos cercanos y las destinadas al control de tráfico, han permitido que las fuerzas de seguridad hayan podido realizar una detención, con una base muy sólida, en un espacio de tiempo realmente corto. Se trabaja con la hipótesis de un robo que salió mal, ya que no se han hallado ni la cartera ni varias joyas, algunas de gran valor sentimental. Hasta este momento, en los sucesivos registros efectuados en el domicilio de la presunta culpable no han aparecido ninguno de los objetos sustraídos, que podrían estar en manos de un posible cómplice o haber sido vendidos.

La detenida llegó a la ciudad hace poco más de un mes y apenas se le conocen relaciones. Trabajaba como contable en una gestoría, lugar en el que se procedió al arresto, ante la sorpresa de sus compañeros. “Era una chica tranquila y callada, muy tímida y educada” – ha declarado su jefa, que prefiere mantener su identidad en el anonimato-. “Jamás habríamos imaginado que fuera capaz de hacer algo así”. Vivía en un bloque de apartamentos a varias manzanas del lugar de los hechos y tampoco tenía relación con sus vecinos. Sin embargo, algunos de ellos han asegurado que desde el primer momento dio problemas. “Era muy escandalosa, ponía la televisión y escuchaba música a un volumen absolutamente intolerable. ¡Y los golpes que daba a cualquier hora del día y la noche!” – explicaron Mariana T. y Esteban P., un matrimonio de avanzada edad que viven en el piso de abajo-. “Hablamos con el administrador de la finca y le pedimos que la echara, pero no nos hizo caso. Creen que estamos seniles, que nos quejamos demasiado y por cualquier cosa, pero está claro que teníamos razón. ¡Esa mujer no era buena! Le tocó a ese pobre chico, Dios lo tenga en su Gloria, pero podría haber sido cualquiera de nosotros...”

Según su abogado, las pruebas han sido manipuladas para que el caso se resolviera lo antes posible, dada la importancia social de la familia del fallecido y los amplios círculos de poder en los que interviene. La acusada, durante los interrogatorios, ha declarado que, antes de que ella entrara en el callejón, salió un hombre que literalmente la arrojó al suelo en su prisa por huir, pero su rocambolesca historia no se sostiene de ninguna manera, puesto que no sólo no se han hallado otras huellas que no sean las suyas en el lugar de los hechos, sino que en las imágenes de las cámaras no se recoge la presencia de nadie más que la víctima y ella misma. Su abogado ha presentado una solicitud para que un experto en medios digitales compruebe si las grabaciones han sido alteradas de algún modo, pero, hasta el momento, los análisis efectuados han arrojado resultados negativos.

Al serles comunicada la noticia, la familia del fallecido, a través de su portavoz oficial, ha querido expresar su agradecimiento por la efectividad en la investigación. Así mismo, han depositado toda su confianza en la justicia de este país. “Eric era un hombre brillante, con un futuro muy prometedor por delante, que ha dejado una familia destrozada para siempre y un vacío que será imposible de llenar entre sus amigos y conocidos. Esperamos que se haga justicia y esta mujer, a la que no conocía de nada, pase el resto de su vida entre rejas y que su sufrimiento sea, al menos, igual al que la ausencia de Eric nos producirá todos y cada uno de los días que viviremos sin él”. Así mismo, ha comunicado que el entierro tendrá lugar el próximo jueves, en la más estricta intimidad, y ruega encarecidamente a prensa y curiosos que se abstenga de acudir a la iglesia o al cementerio, puesto que la familia y su entorno merecen el máximo respeto a la hora de dar el último adiós al hijo, hermano y amigo.

Redacción central – Equipo de sucesos.

 

 

 

Mjo

16-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 45

lunes, 19 de octubre de 2020

A PROPÓSITO DE ADÁN (Semana 40)

Oye, pues para haber hecho el trabajo en seis días, le quedó un mundo de lo más apañadito. Lástima que el séptimo día se viniera arriba y decidiera tumbarse a la bartola a descansar y darse palmaditas en la espalda por ser tan bueno. Que no digo yo que el pobre no estuviera agotado ni se mereciera un sueñecito reparador, ni mucho menos. Vamos, que si hubiera pedido un masaje en los pies y un mojito, pues también habría estado justificado. Pero, no sé, pienso que igual podría haber esperado un poco más y arreglar algunas cosillas que no le quedaron tan, tan, tan perfectas como él pensaba. Adán, por ejemplo. A ver, el hombre no le había salido mal, aunque tampoco es que tuviera con quien compararlo, ¿verdad? Era el único hombre. Había montones de plantas, árboles y flores, tropecientas especies animales y algunas se las podía haber ahorrado porque son francamente asquerosas. Había variedad de colores, tamaños, formas y sonidos en todo lo que veía, excepto en el tema de los hombres: uno y se acabó. No me parecía justo, qué queréis que os diga.

¿Qué pasaba si se estropeaba? O se rompía. Y si no nos soportábamos, ¿qué íbamos a hacer si no nos aguantábamos? ¿Teíamos que quedarnos solos, cada uno a su aire, en algún rincón lejano del Paraíso? Nah, no me parecía que hubiera sido muy inteligente con esto de la creación, no lo pensó bien. Quiero decir, ¿tenía un plan B? Porque si así era, nos lo debería haber contado, ¿no? Se pasaba el día señalando todo lo bueno que había hecho, ya fuera útil o inútil, hermoso o feo, pidiendo que le hiciéramos casito y cantásemos alabanzas sobre su maestría ¿y no nos daba alternativas por si algo no funcionaba? Qué patinazo... No lo culpo, claro. También era su primera vez en esto de ir creando mundos y llenarlos de criaturas y demás. Seguro que tomó buena nota de los fallos y la próxima vez lo hará mucho mejor. O eso espero, al menos. Lo malo es que a mí me tocó vivir en éste y siento tener que decir que empecé a ver tantas cosas por arreglar que no sabía ni por dónde empezar. Bueno, sí: Adán. Señor, qué muermo.

domingo, 11 de octubre de 2020

¿Y TÚ QUÉ SUEÑAS? (semana 39)

 

Despertó gritando, con el cuerpo empapado en sudor y el cuello dolorido. Esta vez, el sueño había sido demasiado real, tanto que juraría que había notado el frío de la guillotina penetrar por su nuca y atravesar, con un chirrido siniestro, nervios, músculos, venas y huesos, hasta cercenar su cabeza limpiamente. Se sentó en la cama, temblando, y buscó el interruptor de la lamparilla. Necesitaba luz para quitarse de encima los restos pegajosos de aquel sueño. Y necesitaba mirarse en el espejo, comprobar si seguía conservando la cabeza intacta sobre los hombros.

Se acercó con miedo al tocador y contempló su reflejo. Sí, ahí estaba su cabeza, justo donde debía estar. ¡Y entera! El pelo revuelto, los ojos miopes, las orejas algo despegadas, la nariz un poco torcida y la boca que tanto le gustaba a su novia. Todo parecía estar en su sitio, pero ¿funcionaría? Probó a sonreír y sonrió. Bien. Intentó guiñar un ojo y pudo hacerlo. Se tocó las mejillas y rascaban. Le iba a tocar afeitarse otra vez, con lo mal que lo pasaba. Igual podía aguantar uno o dos días más, ya lo decidiría por la mañana.

- Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella? – A Daniel, que había olvidado que Carla se había quedado a dormir en su casa esa noche, se le escapó un grito-. ¿Se puede saber qué narices haces delante del espejo? ¡Que son las tres de la mañana!

- ¿Qué quieres? – Replicó, llevándose la mano al corazón-, ¿matarme de un susto? Anda, vuelve a dormirte.

domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DESCORCHE (semana 37)


El lujoso Hispano Suiza tomó la última curva y atravesó la discreta verja que daba acceso a “La Maison des Délices”. Siguió el camino de guijarros que, flanqueado por cuidados jardines de inspiración versallesca, llevaba hasta la puerta acristalada que daba acceso a la casa. Con un ligero chirriar de frenos, y dejando a sus espaldas una nube de polvo suspendido en el aire, el coche se detuvo bajo un porche sostenido por cuatro esbeltas columnas de mármol rosado. Antes de que el polvo volviera a posarse sobre el camino, un chófer uniformado de la cabeza a los pies saltó desde el asiento del conductor, se quitó la gorra, abrió la puerta trasera y se cuadró. Del interior, tapizado con un elegante cuero de color crema, emergió la figura imponente de Serafí Puig i Matamala, impecablemente vestido con un traje confeccionado a medida por el mejor sastre de la ciudad. Se ajustó el sombrero y retiró una pelusa imaginaria de la solapa de su chaqueta, miró sobre su hombro, contempló a su hijo, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Barcelona, y frunció el ceño al contemplar su expresión asustada. Suspiró, exasperado, y le hizo un gesto impaciente para que saliera de una vez. El muchacho respiró hondo y, como si cargara sobre sus hombros con toda la tristeza del mundo, obedeció la orden y abandonó el confortable habitáculo. Tan pronto como tuvo ambos pies sobre el suelo, su padre le miró de arriba abajo e intentó reprimir, sin éxito, un gesto de disgusto.

- Haz el favor de enderezarte, Joan, y abróchate bien la chaqueta – le dijo con dureza-. Y cambia esa expresión de la cara. Cualquiera que te vea, creerá que vas camino del matadero.

- Sí, padre – respondió el joven. Se abrochó la chaqueta, levantó la mirada del suelo y dibujó una mueca que quiso ser sonrisa y se quedó en simple desconcierto.

- Por Dios... – Serafí negó con la cabeza. De alguna manera, estaba convencido  de que algún día, aquella criatura extraña y silenciosa dejaría de decepcionarle y había albergado la esperanza de que quizá fuera aquella noche la que marcara la diferencia. Visto lo visto, parecía que tendría que seguir esperando y sentía que se le empezaba a acabar el tiempo y la paciencia-. Juro que, a veces, tengo serias dudas de que seas hijo mío.

domingo, 20 de septiembre de 2020

SIGUIENDO LA SOMBRA DEL VIENTO

Dicen que siempre deberías volver al lugar donde has sido feliz. Y yo añado que también deberías volver a pasear siempre por las páginas de los libros que te han hecho feliz. Es como reencontrarse con un amigo de siempre, uno de esos por los que no pasa el tiempo y siempre, siempre te recibe con los brazos abiertos y una enorme sonrisa. Lo triste es que cuando llegas a la última página, sabes que vas a tener que despedirte no sólo de sus personajes sino de sus escenarios, algunos de ensueño y otros, francamente, de pura pesadilla, y dejar aparcada en una estantería una historia que, de alguna manera, ya forma parte de tu piel. Ok, ¿exagero? Posiblemente, tengo tendencia a magnificarlo todo, en lo bueno y en lo malo, pero así es como los vivo yo. Hay ciertos libros a los que regreso, en una especie de tradición personal, prácticamente cada año. "IT", de Stephen King, que todavía tiene la capacidad de hacerme sufrir. "Brooklyn Follies", de Paul Auster, delicioso y cargado de optimismo. "La casa de los espíritus" o "De amor y de sombra", de Isabel Allende, con esas historias entre la realidad y la ficción que te atrapan por completo. Y "La sombra del viento" y "Marina", de Carlos Ruiz Zafón, que hicieron que recuperara el placer de abrir un libro y olvidarme, por completo, del mundo. Si tengo que elegir un favorito, el que me llevaría sin dudar a esa mítica isla desierta, suponiendo que, sin saber nadar, sobreviviera a un naufragio, posiblemente serían esos dos. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

A SUS PIES (semana 35)

A las siete y media, puntual como solo un tren inglés puede serlo. Alastair desconecta la alarma y entra en el almacén. Guiado por la claridad tenue de las luces de emergencia, atraviesa los pasillos flanqueados por estanterías llenas de cajas de zapatos de todos los estilos, hasta llegar al pequeño y atestado despacho. Enciende la calefacción y espera cinco minutos antes de quitarse el abrigo, la bufanda y el gorro de lana, que cuelga en una vieja percha de madera. Se pasa las manos por la cabeza en un intento de recomponer sus remolinos, tarea inútil porque su pelo tiene personalidad propia y no se deja dominar. Suspira, resignado, y conecta el hervidor de agua para prepararse un té que le ayude a entrar en calor. Preferiría hacerlo con una tetera tradicional, como la que usa en casa, que le añadiera cierto sabor a elegancia, pero tener un hornillo en aquella habitación llena de papeles no le parecía una buena idea. Su parte snob se conformaba con beber su té en una taza antigua que compró en un mercado de anticuarios, ya no recuerda ni el nombre del pueblo ni cuándo fue. Está un poco maltrecha, con el borde desportillado y el asa pegada con pegamento, pero eso no le resta belleza. Le encanta pero no lo reconocerá ni bajo tortura, sería un insulto a su hombría, que bien sabe Dios que se pone en entredicho con demasiada frecuencia. Cuando el agua alcanza la temperatura correcta, ni un grado más ni uno menos, pone la bolsita con su mezcla favorita en la taza, añade la cantidad de agua adecuada y espera cinco minutos a que se obre la magia. Después saca la bolsita con cuidado de no ensuciarse la ropa ni salpicar la mesa, la tira a la papelera y se sienta en la butaca para disfrutar del silencio. Cierra los ojos y se imagina sentado en su cocina, viendo amanecer desde la ventana, con su gato dormido frente a la chimenea y, a su lado, ella y su sonrisa. Ah, la imaginación, qué perversa puede llegar a ser.

A las ocho en punto, da por finalizada la tregua que se concede para soñar y se pone en marcha. Conecta el ordenador, la impresora y la radio para irse acostumbrando al sonido de la voz humana. Imprime albaranes, envía correos electrónicos, hace un par de llamadas para preguntar por unos pedidos que ya llevan varios días de retraso y confirma algunas transferencias para pagar las facturas que vencen esa semana. Poco antes de las nueve, se pone la corbata y la americana que guarda en el armario, protegidos del polvo por una amplia bolsa de plástico transparente. Se da unos ligeros toques de agua de colonia en el cuello y las muñecas y repasa su pelo. No hay caso, sus remolinos se quedan tal y como estaban y él abandona la lucha. Suspira hondo, se dirige a la tienda y comprueba que el género está correctamente colocado en las estanterías y el escaparate, tal y como lo dejó la noche anterior después de cerrar y hacer la caja. Cuando el reloj del Ayuntamiento da las nueve, sube la persiana y se instala detrás del mostrador con su mejor sonrisa.

jueves, 10 de septiembre de 2020

GRITA (Semana 34)


Me levanté mal. No enfadada, ni triste, ni cansada ni enferma. Mal, que incluye todo eso, y algo más, en sólo tres letras.

Hacía tres semanas, coincidiendo con un pico de trabajo bastante bestia e inesperado, que arrastraba un humor infernal, a medio camino entre la euforia y la tristeza. Al final, como era lógico, tantos altibajos emocionales me pasaron factura y estuve todo el día anterior, sábado, hecha un mar de lágrimas. Vamos, lo que mi abuela llamaba “un guiñapo”. Cualquier cosa me hacía llorar; una película, una noticia en el Telediario, una foto de Instagram y no digamos nada sobre algunos mensajes de Whatsapp. Rozando el patetismo más extremo, un par de abuelillas adorables, haciendo roscos y lanzándose puyas con acento de Granada, en un programa del Canal Cocina, me dejaron para el arrastre. Cualquier otra persona en mi misma situación, se habría metido en la cama con el estómago vacío, incapaz de tragar bocado. Yo, no. A mí no me quita el hambre nada. Ni el mal de amores ni un ataque de migraña, una fiebre alta o una gastroenteritis aguda ni, por supuesto, lo que fuera que tenía aquel maldito día. Por eso, en un claro arrebato de locura, a las ocho y media de la noche me dirigí a la cocina y empecé a trastear en los armarios y la nevera, buscando los ingredientes que me permitieran prepararme una cena que, gracias a la alquimia del fuego y la materia, se llevara por delante mi ataque de ansiedad. O de pena. O de gilipollez aguda, que también podría ser.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL CAZADOR Y LA DONCELLA (Semana 33)

Sábado por la noche, en una discoteca cualquiera.

Apoyado en la barra, con un cubata en la mano, Salva no pierde detalle de lo que ocurre más allá de la marea humana que se desplaza sin orden ni concierto. Está solo; sus amigos se han repartido por todo el local en busca de una víctima con la que acabar la noche, pero él, esta noche, no parece tener prisa. La camarera, a la que conoce de sobra, le ha atendido en cuanto se ha acercado. Saca a relucir su mejor repertorio de sonrisas, carantoñas y miradas sugerentes, dejándole claro que, si le apetece compañía, ella está disponible. A Salva no le interesa el ofrecimiento; ya se han liado un par de veces y ninguna de las dos había sido tan memorable como para querer repetir una tercera. Con tacto, la rechaza y ella se encoge de hombros y, fingiendo una indiferencia que no siente, se retira. Sigue atendiendo a los clientes pero le vigila, con disimulo, con el rabillo del ojo. “Nunca se sabe”, piensa, y se anima un poco al pensar que quizá no todo está perdido.

Salva, sin embargo, está mucho más interesado en aquella chica, a la que jamás había visto antes. No vestía de una manera especialmente llamativa; nada de falda muy corta, camisa transparente o con un escote imposible. Llevaba un vestido de tirantes negro que apenas sugería curvas y volúmenes, más elegante que discreto. El pelo, recogido en una coleta alta y un maquillaje sencillo y natural completaba una imagen atractiva y fresca. Nada de joyas, nada de adornos ni brillos, tan solo un pequeño bolso en el que a duras penas debía caber el móvil y una tarjeta de crédito para pagar las copas. No entendía por qué le parecía tan interesante, estaba en las antípodas del tipo de mujer que solía atraerle, pero no conseguía dejar de mirarla. Le gustaba la forma en la que se movía al ritmo de la música, a ratos demasiado ruidosa, cómo se reía echando la cabeza hacia atrás y, sobre todo, cómo apartaba la mirada en cuanto se cruzaba con la suya. Con las luces de colores que se encendían y apagaban como si un loco jugara con el interruptor, era imposible saberlo a ciencia cierta pero estaba seguro de que se le subían los colores cada vez que lo pillaba mirándola. Ese gesto le parecía delicioso y perturbador al mismo tiempo. No creía que la timidez que mostraba fuera fingida y no dudaba que conseguir que cayera en sus redes no sería una tarea fácil pero le apetecía el reto, estaba cansado[U1]  de conquistas fáciles. Tendría que esforzarse mucho menos con la camarera que, sin dejar de atender a los clientes luciendo su mejor sonrisa, seguía revoloteando a su alrededor. Con la morena que se había sentado en el taburete que había quedado libre a su lado, y que no dejaba de lanzarle sonrisas y miradas muy elocuentes, tampoco fallaría el tiro, estaba claro. Era un bombonazo, enfundada en un mono azul tan ajustado que dejaba poco a la imaginación. Durante unos segundos, consideró la posibilidad de aceptar la invitación implícita en sus ojos pero, francamente, le apetecía algo nuevo. Algo como aquella criatura que, en aquel momento, se acercaba a la barra fingiendo no verle. Era su oportunidad y la iba a aprovechar.

viernes, 28 de agosto de 2020

SEPTIEMBRE


Hay algo en el cielo, antes de una tormenta o de que llegue la lluvia, tan deseada, extraña, fuera de lugar y, al mismo tiempo, tan dueña de todo... Hay algo en esa especie de calma tensa, en el aire cargado de electricidad que precede al primer estallido de luz y al sonido del trueno que marcará el sendero a los que seguirán. Hay algo en mí que encaja con ese ambiente.

Me fundo con el color metálico de las nubes que se van hinchando, me escondo detrás de las temperaturas que descienden y provocan estremecimientos, a medio camino entre el placer y el miedo, en la piel demasiado expuesta, que todavía huele a verano, a sol, a sal, a arena de playa, a piedras de río, a sueños y, a veces, a recuerdos y olvidos. Desaparezco y me vuelvo primitiva, antigua, instintiva. Huelo el agua en cada ráfaga de viento, dejo que me llene de vida y deseo, me enciendo, me abro y me vacío, me trago las ganas de reír, llorar, gritar a todo pulmón. Invoco fuerzas que no puedo ver, pero  las intuyo, y dejo que ejerzan su magia, que actúe la bruja que, quizá, una vez fui,  y me rindo a la vida. 

¿No lo sientes? ¿De verdad que no lo sientes? 

Vuelve septiembre. Vuelvo yo.


Mjo





domingo, 16 de agosto de 2020

ABUELAS (semana 31)


La señora Consuelo carga con ochenta y siete años a las espaldas y asegura sentir todos y cada uno de ellos sobre las piernas. Tiene el pelo blanco, la mirada limpia y la risa ronca y rápida. Vive sola, detrás de la iglesia, en una casa demasiado grande, donde los recuerdos van y vienen por los pasillos y le enredan el sueño. Su marido, Dios lo tenga en Su Gloria o donde le convenga, había muerto quince años atrás. Le pilló tan de sorpresa, tan con la guardia baja, que todavía espera verle entrar por la puerta del comedor, limpiándose el sudor de la frente y preguntando, a voz de grito, que dónde está su cena. Aquel hombre, que tantas noches en blanco le había dado, parecía resistirse a largarse con viento fresco y dejarla vivir en paz. “Qué castigo eres, Antonio, que ni estando muerto me libro de ti”, decía cuando, a veces y de reojo, percibía su sombra vigilante deslizándose por las paredes.

Doña Paquita, que había nacido el mismo día que acababa la Guerra Civil, vivía justo enfrente. Acompañaba su vejez con un gato naranja, tuerto y arisco, y la  más pequeña de sus hijas, que quiso ser artista y sólo consiguió convertirse en madre soltera. Se le rompieron los sueños en cuanto la criatura dio la primera patada y el padre, casado y con cinco hijos, se hizo humo. Regresó al pueblo con la frente alta y el orgullo herido, para parir, sacrificarse, ser casi santa y mártir, porque le había cogido miedo a la vida. La nieta nació rebelde y antes de cumplir los diecisiete, cogió un tren y se perdió de vista. Ahora vive en New York, escribe cartas plagadas de “darling”, “you know” y “so happy” y cría a dos mocosos de piel morena con el pelo ensortijado y las sonrisas más hermosas del mundo. Siempre dice que se ofrece a pagarles el viaje para que vayan a verla y a conocer a sus hijos y ellas, recurriendo a las mentiras piadosas, juran que irán el próximo verano, las navidades siguientes, cuando deje de hacer tanto frío, antes de que apriete el calor. No pasará nunca y lo saben.

martes, 11 de agosto de 2020

VOYEUR (Semana 30)

Adriana tiene una rutina que sigue, casi al pie de la letra, cada día y a mí me encanta ser testigo de ella. La primera alarma de la mañana suena a las 6:30. Mientras Piotta canta su oda a Roma y los “7 vici capitale”, ella se da la vuelta y, sin abrir los ojos, tantea en la mesita de noche hasta que localiza el móvil y pulsa el botón para silenciarlo. Lo deja sobre la almohada y vuelve a quedarse inmóvil, de lado, hasta que suena la segunda y última alarma, a las siete en punto, y Exili a Elba le cuenta lo de las “Paraules d’una dona sàvia”. Adriana lo apaga antes de que llegue al estribillo y gimotea un poco, se da la vuelta y, a regañadientes, saca los pies de la cama y los pone en el suelo. Empieza entonces su pequeño ritual matutino, que incluye meter los pies en las zapatillas, desperezarse hasta que le crujen todas las vértebras, recogerse el pelo en una coleta desordenada, ponerse la camiseta, restregarse los ojos hasta casi hacerse daño y, por fin, levantarse y caminar hasta las escaleras que llevan al comedor para bajarlas entre bostezos.

Antes que nada, sube las persianas de la terraza y guiña los ojos ante la luz del sol. A esas horas de la mañana, el aire que entra es fresquito y se le pone la piel de gallina, así que cierra la puerta corredera de la derecha y deja abierta, solo un palmo, la de la izquierda. Va al lavabo y cuando vuelve, se enfrenta a la cocina para decidir qué desayuna. Un día pan con tomate y embutido, otro día yogur griego con cereales y frutos rojos, según la inspiración del momento o lo que la báscula, traidora, le haya dicho al pesarse unos minutos atrás. Lo que no le falta nunca, ni en los peores momentos, es una taza de café. Durante la semana, de esos de cápsulas; los fines de semana, de cafetera de las de toda la vida no sólo porque tiene más tiempo para saborearlo sino por el aroma que se queda flotando en el ambiente.

martes, 4 de agosto de 2020

CUESTION DE SUERTE (semana 29)

Ian, a pesar de su nombre con sabor a whisky irlandés, era catalán por los cuatro costados. Había nacido en un hospital con vistas al Camp Nou y antes de soltar su primer berrido, su padre ya le había hecho socio del Barça. Oye, los amores verdaderos son así, arrebatados e incontrolables. Quiso la suerte que el niño no se desviara y acabara compartiendo grada con su orgulloso progenitor y un abuelo, muy cascado, al que la primera Champions casi despacha al otro mundo de un ataque de alegría, y celebrando títulos por obra y gracia de Don Pep Guardiola y un puñado de genios en calzón corto. Pero eso, como dice Michael Ende, es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

Ian, hijo único de familia burguesa con apellidos de mucho postín e historia, creció entre algodones y nunca tuvo que enfrentarse a un solo problema en la vida. Los que tuvo, para qué mentir, se los solucionó papá desde el despacho, con vistas al puerto, de una de las empresas que dirigía con mano de hierro. Con mamá se podía contar lo justo, era más un elemento decorativo de alto valor estético pero escaso rendimiento intelectual. El matrimonio se llevaba bien, sus amistades los consideraban un ejemplo a seguir, sobre todo porque él tenía el don de la discreción y ella vivía entre los mundos de Yupi y las tiendas de diseño de Passeig de Gràcia. Se querían como dos buenos amigos y ambos adoraban a aquel niño apacible e inteligente, que jamás levantaba la voz ni se quejaba de nada, que tenía muchos amigos (algunos sinceros, la mayoría por interés) y devoraba libros en vez de empuñar una raqueta en el club de tenis o torturar un caballo en el club de polo. Cuando cumplió los dieciocho, la fiesta en el Ritz reunió a lo más granado de la sociedad barcelonesa y a nadie se le escapó que estaban luciendo a la criatura, cual ternero en una subasta, ante los ojos de las pubillas más influyentes de la ciudad y, casi, del país. Durante generaciones,  lo que se cocía en sus casas había marcado el destino de miles de personas y no tenían intención de que eso cambiara. El amor importaba, claro, pero sobre todo cuando era por el dinero y el poder. El otro era, simplemente, un efecto secundario deseable pero no necesario.

jueves, 16 de julio de 2020

LA PRINCESA ESTÁ TRISTE (semana 26)


La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?

Ese es el rumor que se extiende por los pasillos del castillo. Lo comentan sus doncellas, escondidas en los rincones más oscuros, para que nadie les escuche porque su vida corre peligro si alguien las pilla cotilleando. Quieren guardar el secreto pero, ¿qué queréis que os diga?, no hay quien pueda mantener la lengua quieta cuando de un rumor jugoso se trata. Además, dicen para justificarse, ¿acaso no es cierto que la princesa anda triste, que se levanta suspirando y suspirando se acuesta, que llora sin motivo y sin motivo se enfada? Tarde o temprano, esas historias saldrán de su cámara y se extenderá por el reino, ¿qué más da quien fue el primero en explicarla? No habrá nadie que pueda culparlas. Entre ellas, hijas todas de buena cuna con pocas preocupaciones y demasiado tiempo libre, juegan a acertar el motivo de tanto desasosiego y creen haber llegado a una conclusión acertada. A la luz de las velas, cuando todo el mundo duerme, se reúnen al pie de la Fuente de la Luz y hablan, hablan y hablan. También se ríen, y mucho, con malicia porque están casi seguras de que el culpable no es otro que Sir Allard, el caballero de los ojos bonitos y la sonrisa brillante. Y suspiran, envidiosas, porque cualquiera de ellas apostaría su doncellez, si es que aún la conservaran, por pasar una sola noche entre sus brazos. “Besarle y morir”, suspiran dramáticamente las más jóvenes de ellas. Las mayores, más expertas en eso de vivir como buenamente se puede, se contentan con mover la cabeza y desearles mejor suerte.

miércoles, 8 de julio de 2020

FELIZ ANIVERSARIO (semana 25)



Se cumple un año esta noche. Habrá quien piense que es una locura respetar este aniversario y me siento tentado a darles la razón. Es, cuando menos, tétrico. No, muy exagerada la palabra. ¿Lúgubre? Morboso. Sí, esa es la que se le ajusta más: morboso. Bueno, es que siempre he sido una persona con cierto gusto por lo extraño, de esas que se recrean en los detalles escabrosos de cualquier noticia. Cuando compro el periódico, cosa que ocurre muy de tanto en tanto, busco dos secciones: sociedad y sucesos. El resto me importa bastante poco porque siempre son iguales. Los políticos siguen tirándose los platos a la cabeza y culpándose, mutuamente, de los desmanes de los otros. De economía no entiendo más que lo básico para llegar a fin de mes, estirando hasta el último céntimo de mi sueldo, y que todo cuesta cada día más. Y, por favor, no me hagáis hablar de deportes porque podría estar horas hablando de lo ridículo que se ha vuelto el mundo del fútbol, donde un solo jugador gana en diez minutos lo que cualquier mortal en todo un año de duro trabajo. Y mira que me gusta, ¿eh? Pero me jode mucho incluso reconocerlo. No, en serio, mejor lo dejamos, que me indigno y hoy preferiría no hacerlo. Necesito estar tranquilo para celebrar, como se merece, que, un día como éste, la perdí.

¿Celebrar una pérdida?, os preguntaréis. Hombre, pues sí. Bueno, no. Lo que yo celebro es los años que pasamos juntos, los recuerdos que me quedan, nuestra vida. Ya. Muy manido, ¿verdad? Veréis, yo no fui nunca un hombre afortunado en amores. Ni en el juego, para qué vamos a mentir. Digamos que soy un tópico andante. Inteligente, trabajador, de buen carácter, con cultura y conversación. Tengo un sentido del humor que se adapta a prácticamente todas las situaciones y, en general, cuando estoy con gente no soy el perejil de todas las salsas pero no me quedo sentado en un rincón, con un plato de canapés mustios sobre las rodillas y un vaso de cerveza caliente en la mano. Sobreviví a la temible adolescencia, con sus cambios de humor, las hormonas desbocadas y los furibundos ataques de acné, y lo cierto es que no puedo quejarme demasiado. No tenía demasiado éxito pero, de vez en cuando, alguna se fijaba en el chico callado que se sentaba en la última fila de clase y se dignaba a salir conmigo una temporada. Nunca duraba demasiado, más o menos lo que tardaban en fijarse en el cachitas de turno, pero yo disfrutaba todo el proceso, incluso de la ruptura. ¿Por qué no hacerlo? Todo en la vida es un maldito aprendizaje y, de esos años, yo saqué unas muy valiosas enseñanzas. Y estoy convencido de que, gracias a ellas, Silvia acabó entrando en mi vida y quedándose conmigo para compartirla.